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domingo, 23 de enero de 2011

Capítulo 3: Sevilla: donde nace el deseo.



La redacción estaba saturada de trabajo desde la revuelta en Túnez; por primera vez el periódico local quería cubrir una noticia de escala internacional y todos -incluida yo misma- estábamos muy verdes. Pero tuve la suerte de escaparme aquel fin de semana que me habían prometido de descanso. Y allí estaba, sentada en un banco de la Plaza del Salvador, situada frente a la iglesia homónima, desafiando a su belleza con los ojos cerrados.






Relucía el sol bajo el cielo sevillano de aquel temprano día de octubre. Causaba gran placer dejar caer a los párpados y notar al calor penetrar en el vacío de los ojos que descansan. Eran tiempos de cambio, pero el sol, como aquellos viejos que se reúnen en los cafés madrileños -y supongo que en todos los cafés de las grandes ciudades-, parecía saberlo todo de antemano. El clima cambiaba en la tierra, pero en la capital hispalense los únicos grandes soberanos seguían siendo Su Majestad el Calor, y la reina Luz, y aun mostraban sus grandeza en plano otoño.



Mi padre solía jugar en aquella plaza, ahora invadida por jóvenes desempleados y turistas jubilados que desafiaban al tiempo armados con grandes cámaras de fotos. En la ciudad de las iglesias, sólo unos cuantos viejos acudían puntualmente a su cita de la misa de las 12. Pero mi padre solía ir allí diariamente con mi abuela, a esa misma hora, todos los días, bajo la promesa de jugar luego en la plaza hasta que llegara la hora de comer. Excepto en los días de calor. En aquellos días, ni todos los llantos del mundo podían convencer a doña Antonia, y ambos volvían apresurados a su casa por senderos marcados por las sombras. Volví a abrir los ojos, buscando de forma inconsciente entre estatuas y bancos a aquel niño en el tiempo perdido. Trabajo inútil. Ahora ningún niño jugaba entre aquellos árboles. Era viernes y los chiquillos estarían todavía en el colegio.




No sabía bien que buscaba en aquella ciudad además de los recuerdos. Probablemente nada. Pero lo cierto es que me sentía a gusto entre aquellas calles y aquella gente. La vida en Sevilla parecía fluir más alegre, más serena, más despreocupada. De pleno diferente pasaban las horas de los relojes madrileños. Las agujas del marca-tiempo en Madrid parecían quererse alcanzar la una a la otra; pero en Sevilla parecía que ambas simplemente disfrutaban bailando alegremente, disfrutando de la flamenca del tiempo. Y aquella sensación de juventud apaciguada y despistada que me provoca Sevilla me causaba un gran placer. La vida había tomado giros siniestros en los últimos tiempos, pero sumergida en el paisaje sevillano recordaba que el sol siempre asoma su rostro de misericordia.


Pasado el mediodía, decidí regresar al hostal a comer y descansar. Era un bonito hostal situado en el centro de Sevilla, en la calle Escarpin, cerca de la Encarnación. La habituación, pequeña y coqueta, tenía un especial encanto gracias a sus azulejos típicos de tonos azulados, muy sevillanos, que me recordaban tanto al patio de la casa de mi abuela Antonia. Tras comer un bocadillo que me había comprado en una panadería de camino al hostal, abrí el libro amarillo de mi padre.



“Sevilla: el nacimiento ”


Un viaje nace siempre antes de avistar siquiera un camino; parte del deseo temprano de todos los niños ignorados. No es fácil encontrar el deseo, porque es el deseo el que tiene que llegar a ti; sin pedir permiso. Pero si has comenzado ya a andar, parte del deseo ya te ha llegado, y sólo tienes que redescubrirlo. Sevilla es la ciudad de los señores, aromas de azahar y cantes de primavera. Pero llegan en su viento ecos de Oriente, suspiros de África, pasados que viven en algún lugar lejano y despiertan el sueño de los hombres a través de un brillo especial que busca miradas. Y allí, en Sevilla, uno consigue despertarse del letargo de la cotidianidad mezquina y volver a los deseos reprimidos que no son pero que nunca murieron. Pasee por la calle Dueñas, Acetres, o Conde de Barajas y aguce el oído. Podrá escuchar así los suspiros inmortales que viven en la memoria de los hombres.



Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,

Como nace un deseo sobre torres de espanto,

Amenazadores barrotes, hiel descolorida,

Noche petrificada a fuerza de puños,

Ante todos, incluso el más rebelde,

Apto solamente en la vida sin muros.


Corazas infranqueables, lanzas o puñales,

Todo es bueno si deforma un cuerpo;

Tu deseo es beber esas hojas lascivas

O dormir en esa agua acariciadora.

No importa;

Ya declaran tu espíritu impuro.


No importa la pureza, los dones que un destino

Levantó hacia las aves con manos imperecederas;

No importa la juventud, sueño más que hombre,

La sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad

De un régimen caído.


Placeres prohibidos, planetas terrenales,

Miembros de mármol con sabor de estío,

Jugo de esponjas abandonadas por el mar,

Flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre.


Soledades altivas, coronas derribadas,

Libertades memorables, manto de juventudes;

Quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,

Es vil como un rey, como sombra de rey

Arrastrándose a los pies de la tierra

Para conseguir un trozo de vida.


No sabía los límites impuestos,

Límites de metal o papel,

Ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan alta,

Adonde no llegan realidades vacías,

Leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes derruidos.


Extender entonces una mano

Es hallar una montaña que prohíbe,

Un bosque impenetrable que niega,

Un mar que traga adolescentes rebeldes.


Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,

Ávidos dientes sin carne todavía,

Amenazan abriendo sus torrentes,

De otro lado vosotros, placeres prohibidos,

Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,

Tendéis en una mano el misterio.

Sabor que ninguna amargura corrompe,

Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.


Abajo, estatuas anónimas,

Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;

Una chispa de aquellos placeres

Brilla en la hora vengativa.

Su fulgor puede destruir vuestro mundo.


Luis Cernuda





Con el libro bajo el brazo, salí hacia a las calles a buscar ese algo que debía llegar a mi a través del aire. De Acetres a Conde de Barajas; de Conde de Barajas a Dueñas; Casas majestuosas, como el Palacio de Dueñas, iglesias orgullosas de sus tesoros de oro; convetos escondidos entre bares y tiendas; y risas, muchas risas. Pero había algo que se escapaba a mi compresión. El siguiente destino de la guía era Cádiz. Quizás allí pudiera comprender el verdadero significado de aquella historia. Sabía que si ese libro había llegado a las manos de mi madre, ella habría hecho el viaje. Quizás, seguida por una falsa esperanza, lo quería hacer yo también. Pero yo no era ella; y ni siquiera era como ella.


De camino al hostal me paré en una cafetería a descansar un poco. Había un joven moreno de ojos azules, apuesto, alto, joven, vestido con un polo de rayas y unos vaqueros, que me miraba de forma descarada. Se sentó al lado mía y me preguntó al oído por mi nombre.


-Eh, yo, Susana. -dije entrecortada. ¿Cuando fue la última vez que ligué?


-Bonito nombre. No eres de aquí, ¿no?


-No, no. Nací en Madrid - mi acento llamaba descaradamente la atención- pero mi padre era sevillano.


-Por eso eres tan hermosa. - y me dedicó una sonrisa de esas que roban corazones.


Entonces, se levantó del asiento y salió por la puerta. Me dejó allí, plantada, con la boca abierta, como una estúpida. Me terminé el café deprisa, quería huir de allí, regresar a la seguridad del hostal. Pero cuando fui a pagar la cuenta me llevé una sorpresa. El muchacho había pagado mi café y había dejado un papel con un número de teléfono escrito. Aquello era surrealista. Ni siquiera me había dicho su nombre.



sábado, 15 de enero de 2011

Capítulo 2: Rutas del Himalaya



Pasó una semana antes de que decidiera ponerme a leer los documentos de mi padre. Por aquel entonces, a mis 25 años, trabajaba a media jornada en un periódico local. Pero sin el apoyo económico de mis padres, me vi obligada a quedarme muchas tardes en la redacción a hacer horas extras.


A pesar de todo, no conseguía quitarme de la cabeza el mar de dudas que rondaba por mi mente. Mi familia dio por muerta a mi madre, y casi todos sus amigos parecían haberla enterrado junto a mi padre. Pero yo me negaba a creer aquello. Mamá estaba viva, lo sabía. Estaba convencida de ello. Seguro que un día aparecería, riéndose de todos nosotros y con un puñado de fotos sobre su aventura. Y me dolía mucho la actitud que tomaba todo el mundo. Mi tía, la hermana de mi padre, me llamaba todos los días. Pero yo dejé de cogerle el teléfono. Siempre terminábamos discutiendo. Ella estaba empeñada en que diese por zanjado todo el asunto de mis padres. Eres joven, me decía, tienes que vivir tu vida. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo iba a seguir con mi vida sin saber qué había pasado realmente? Y sobretodo, ¿cómo iba a dar por muerta a mi madre si no tenía ni una sola prueba de que no estaba viva?


Llegó el fin de semana y me puse manos a la obra con las cosas de papá. En realidad, no sabía muy bien que buscaba. Tras mirar por encima los primeros documentos, me pareció una locura haber sacado todas esas cosas de la casa de mi padre en lugar de dárselas a la policía. No había nada interesante y tardía semanas en leerlo todo. ¿Aquello iba a servir de algo? La mayoría de los papeles pertenecían a la investigación que estaba haciendo mi padre antes de su muerte. No me había hablado mucho sobre ella ,y la verdad es que no encontraba una conexión entre la mayoría de documentos. Algunos hablaban de cosas ocurridas hace muchos años, otros eran noticias de sucesos que habían ocurrido hace poco. Pero nada extraordinario. Entre los papeles también había un tratado sobre simbología de la Edad Media. ¿Que tenían en común todas esas cosas? Mi padre estaba perdiendo el juicio. Tras más de dos horas leyendo aquello, llegué a la conclusión de que la investigación trataba sobre algo relacionado con las mitologías y las leyendas de las culturas antiguas. Pero no hallaba la conexión entre ese tema y las noticias de hechos recientes. Eran noticias internacionales: la guerra de Irak, Afganistán, Venezuela, Rusia, el Congo...


Cuando me aburrí de todo aquello, decidí ver la información del ordenador de mi padre. Quizás allí habría algo sobre el tema de la investigación de papá, o un borrador de la investigación. Pero, para mi sorpresa, la mayoría de documentos estaban encriptados. Tendría que llevárselos a mi amigo Daniel, que era informático.


Y, cuando me iba dar por vencida, pensé en el libro. Aquel libro que cogí de la biblioteca de papá por capricho. ¿Dónde lo había dejado? Creo que no lo llegué a sacar de maleta. Rebuscando entre los papeles lo encontré por fin, al fondo, con su brillante lomo amarillo. “Rutas del Himalaya”. Casi se me había olvidado. Lo abrí. El nombre del autor no aparecía por ninguna parte. Tampoco el año de edición ni el nombre de la editorial ni del impresor. Quizás era un libro que aún no estaba publicado. ¿De quién sería? Lo encontré en el apartado de los libros de mi padre, pero estaba convencida de que mi padre nunca había escrito ninguna guía de viajes.


En la introducción, decía que se trataba de un libro que describía la ruta de un viaje hacia los confines del Himalaya. Un viaje que, según el autor, era indescriptible, y que el viajero debía conocer con sus propios ojos. Guiada por la curiosidad, dejé de leer la introducción y pasé al primer capítulo. Para mi asombro, el punto de partido de aquella ruta no estaba en el Himalaya, sino en una ciudad a muchos kilómetros de distancia. Una ciudad española: Sevilla.


Sevilla era la ciudad natal de mi padre. De chica viajé un par de veces allí para visitar a mis abuelos. Pero desde que éstos se murieron, no había vuelto al sur. Mi padre se marchó de Sevilla cuando era joven en busca de trabajo. Al final acabó en Madrid trabajando en un centro arqueológico. Allí conoció a mi madre y, aquella ciudad que se antojaba como un lugar de tránsito en su vida, se tornó en su residencia hasta el día de su muerte. La hermana de mi padre también se mudó allí tras la muerte de sus padres, porque decía que se sentía sola. Pero mi padre siempre añoró Sevilla. No le gustaba hablar de ello cuando mi madre estaba delante, porque ella se entristecía y él no quería que se sintiera culpable. Pero a mi siempre me contaba historias de Sevilla y su niñez. Y yo, aunque sólo había estado en Sevilla en un par de ocasiones y hacía muchos años, me sabía el nombre de sus calles de memoria: Sierpes, Tetuán, Feria, Baños, San Fernando...


Decidido. El próximo fin de semana me iría a Sevilla. Con el Ave llegaría en cuestión de horas, y tenías ganas de ver los lugares de la infancia de mi padre. De todas formas, me merecía unos días de descanso. Tenía ganas de escapar unos días de Madrid y de la presión de mis amigos que continuamente me llamaban para salir. Quizás allí encontraría tiempo para pensar y reflexionar sobre todos los cambios que estaban pasando en mi vida. Dejé el libro sobre el sofá y fui directa al ordenador a reservar un hotel.

domingo, 2 de enero de 2011

Capítulo 1: La puerta cerrada


La cerradura de la puerta del despacho estaba atascada. Por más que intentaba introducir la llave, no se movía, como si algo la bloqueara. Intenté mirar en el interior, pero solo conseguí ver un hueco negro y vacío. Era absurdo. Nada de lo que había ocurrido en el último mes tenía sentido. Primero la enfermedad de papá y su temprana muerte. Y ahora la desaparición de mamá. ¿Qué estaba pasando? ¿A dónde había ido mi madre? ¿Por qué no me había dicho nada? En el entierro de papá, recuerdo que mi madre tenía el rostro pálido y mostraba una expresión que jamás había visto en ella. Pero no derramó ni una sola lágrima, al menos en público. Tenía la mirada perdida y no paraba de temblar. Parecía que, de un momento a otro, se iba a desmayar allí mismo. Pero claro, pensé, era normal. Todos estábamos conmocionados por la inesperada muerte de mi padre. ¿Cómo iba a pensar que en realidad mamá planeaba su huída? Aunque, conociéndola, quizás fue algo espontáneo, un capricho repentino. El caso es que hacía más de tres semana que nadie sabía de ella y solo había dejado una nota de despedida: “Hija, tengo que irme por unos días. No te preocupes por mi, estaré bien. Nos vemos pronto. Te quiere, mamá”. Pero pasaron los días y no supe nada de mi madre, ni un mensaje en el contestador, ni una llamada. Aquello no era propio de ella. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra.


Yo llevaba toda la mañana registrando la casa de mis padres para ver qué se había llevado y poder obtener alguna pista acerca de su paradero, pero la búsqueda, hasta el momento, había revelado poca cosa. Faltaban algunos de sus vestidos y había dejado el armario desordenado. Algo raro en ella, que siempre había sido tan meticulosa. Seguramente tendría prisa. También faltaban sus cremas, su colonia y su cepillo de dientes. El diario, ese que llevaba escribiendo desde que yo era pequeña y que jamás enseñó a nadie, tampoco estaba. Y en álbum familiar faltaban algunas fotografías antiguas. Nada más. Parecía que mamá había decido hacer una escapa de fin de semana, como esas que tanto le gustaba hacer con papá cuando eran jóvenes. Casi todos los viernes decidían preparar un pequeño equipaje y coger el coche sin un rumbo definido. Nunca reservaban hotel ni planeaban nada, y siempre llegaban a los dos días con un sinfín de fotos y anécdotas para contarme. Entonces yo les preguntaba que por qué no podía ir con ellos, y me decían que era muy pequeña aún. Sí, siempre fui demasiado pequeña para ellos.


Había registrado todas las habitaciones de la casa y sólo me quedaba una. Y ahí estaba la puerta, atrancada. No esperaba encontrar nada importante dentro, pero tenía ganas de ver el despacho de papá y ojear sus libros. Mamá nunca entraba allí, y yo tampoco, era su santuario, como él decía, pero quizás después de su muerte mi madre había ido allí a mirar sus cosas.


El pomo seguía sin girarse. En unas horas llegaría la policía, pues el día anterior había formalizado la denuncia de desaparición de mi madre y, si no conseguía abrir la puerta de inmediato, no podría recuperar los documentos de papá antes de que se lo llevasen todo. Tardarían meses en devolvérmelos. No podía permitírmelo, necesitaba la ayuda de papá más que nunca. Me dirigí a la alacena de la cocina y busqué en la vieja caja de herramientas. Allí estaba el juego de destornilladores. Cogí el libro de bricolaje que estaba en la caja y encontré lo que buscaba: desmontaje de cerraduras. No parecía demasiado complicado. Y allí estuve, liada con la cerradura, no sé cuánto tiempo. Pero al final pude girar el pomo, y la puerta se abrió sin más impedimentos.


El despacho desprendía aquel olor a papá que tanto me gustaba de pequeña. Mezcla de tabaco y caramelos de miel. Tenía una montaña de papeles encima de la mesa y el ordenador estaba apagado. Encendí el ordenador y copié el contenido completo del disco duro en mi memoria externa. Mientras la operación se hacía, vacié todo el despacho de papeles y los metí en mi maleta. No tenía tiempo para leer nada. Repase los cajones: bolígrafos, lápices, libretas, y demás material de oficina. Cogí las libretas y dejé el resto dónde estaba. También me llevé su pluma favorita: una Parker roja con el capuchón de oro, regalo de mi madre. A él le hubiese gustado que yo la tuviera.


Me fijé entonces en los libros de la biblioteca. La mayoría eran volúmenes sobre historia, semiología y semiótica, la especialidad de papá. Tenía en una vitrina apartada todos sus libros publicados en edición de lujo. Yo solo había leído a penas un par de ellos. Puede que como investigador fuese de los mejores, pero como escritor era sumamente tedioso. Nunca se lo dije. Cogí uno de los ejemplares y acaricié con suavidad la tapa de terciopelo. Aún tenía ese agradable olor a libro nuevo. Entonces me percaté de que uno de los volúmenes estaba mal colocado. Lo saqué. No era suyo. Era un ejemplar muy bien conservado, de tamaño medio y con una encuadernación sencilla. En su lomo tenía inscrito en letras doradas: “Rutas del Himalaya”. Sería una guía de viaje de esas que tanto gustaban a papá. Lo cogí y lo metí en la maleta. Dí un último vistazo al despacho y cerré la puerta. Volví a montar el pomo de la puerta tal y como estaba y coloqué mi la maleta en la puerta. Misión cumplida. Me fui a la cocina a prepararme un café antes de que la policía llegase. El día había sido tremendamente agotador.