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domingo, 2 de enero de 2011

Capítulo 1: La puerta cerrada


La cerradura de la puerta del despacho estaba atascada. Por más que intentaba introducir la llave, no se movía, como si algo la bloqueara. Intenté mirar en el interior, pero solo conseguí ver un hueco negro y vacío. Era absurdo. Nada de lo que había ocurrido en el último mes tenía sentido. Primero la enfermedad de papá y su temprana muerte. Y ahora la desaparición de mamá. ¿Qué estaba pasando? ¿A dónde había ido mi madre? ¿Por qué no me había dicho nada? En el entierro de papá, recuerdo que mi madre tenía el rostro pálido y mostraba una expresión que jamás había visto en ella. Pero no derramó ni una sola lágrima, al menos en público. Tenía la mirada perdida y no paraba de temblar. Parecía que, de un momento a otro, se iba a desmayar allí mismo. Pero claro, pensé, era normal. Todos estábamos conmocionados por la inesperada muerte de mi padre. ¿Cómo iba a pensar que en realidad mamá planeaba su huída? Aunque, conociéndola, quizás fue algo espontáneo, un capricho repentino. El caso es que hacía más de tres semana que nadie sabía de ella y solo había dejado una nota de despedida: “Hija, tengo que irme por unos días. No te preocupes por mi, estaré bien. Nos vemos pronto. Te quiere, mamá”. Pero pasaron los días y no supe nada de mi madre, ni un mensaje en el contestador, ni una llamada. Aquello no era propio de ella. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra.


Yo llevaba toda la mañana registrando la casa de mis padres para ver qué se había llevado y poder obtener alguna pista acerca de su paradero, pero la búsqueda, hasta el momento, había revelado poca cosa. Faltaban algunos de sus vestidos y había dejado el armario desordenado. Algo raro en ella, que siempre había sido tan meticulosa. Seguramente tendría prisa. También faltaban sus cremas, su colonia y su cepillo de dientes. El diario, ese que llevaba escribiendo desde que yo era pequeña y que jamás enseñó a nadie, tampoco estaba. Y en álbum familiar faltaban algunas fotografías antiguas. Nada más. Parecía que mamá había decido hacer una escapa de fin de semana, como esas que tanto le gustaba hacer con papá cuando eran jóvenes. Casi todos los viernes decidían preparar un pequeño equipaje y coger el coche sin un rumbo definido. Nunca reservaban hotel ni planeaban nada, y siempre llegaban a los dos días con un sinfín de fotos y anécdotas para contarme. Entonces yo les preguntaba que por qué no podía ir con ellos, y me decían que era muy pequeña aún. Sí, siempre fui demasiado pequeña para ellos.


Había registrado todas las habitaciones de la casa y sólo me quedaba una. Y ahí estaba la puerta, atrancada. No esperaba encontrar nada importante dentro, pero tenía ganas de ver el despacho de papá y ojear sus libros. Mamá nunca entraba allí, y yo tampoco, era su santuario, como él decía, pero quizás después de su muerte mi madre había ido allí a mirar sus cosas.


El pomo seguía sin girarse. En unas horas llegaría la policía, pues el día anterior había formalizado la denuncia de desaparición de mi madre y, si no conseguía abrir la puerta de inmediato, no podría recuperar los documentos de papá antes de que se lo llevasen todo. Tardarían meses en devolvérmelos. No podía permitírmelo, necesitaba la ayuda de papá más que nunca. Me dirigí a la alacena de la cocina y busqué en la vieja caja de herramientas. Allí estaba el juego de destornilladores. Cogí el libro de bricolaje que estaba en la caja y encontré lo que buscaba: desmontaje de cerraduras. No parecía demasiado complicado. Y allí estuve, liada con la cerradura, no sé cuánto tiempo. Pero al final pude girar el pomo, y la puerta se abrió sin más impedimentos.


El despacho desprendía aquel olor a papá que tanto me gustaba de pequeña. Mezcla de tabaco y caramelos de miel. Tenía una montaña de papeles encima de la mesa y el ordenador estaba apagado. Encendí el ordenador y copié el contenido completo del disco duro en mi memoria externa. Mientras la operación se hacía, vacié todo el despacho de papeles y los metí en mi maleta. No tenía tiempo para leer nada. Repase los cajones: bolígrafos, lápices, libretas, y demás material de oficina. Cogí las libretas y dejé el resto dónde estaba. También me llevé su pluma favorita: una Parker roja con el capuchón de oro, regalo de mi madre. A él le hubiese gustado que yo la tuviera.


Me fijé entonces en los libros de la biblioteca. La mayoría eran volúmenes sobre historia, semiología y semiótica, la especialidad de papá. Tenía en una vitrina apartada todos sus libros publicados en edición de lujo. Yo solo había leído a penas un par de ellos. Puede que como investigador fuese de los mejores, pero como escritor era sumamente tedioso. Nunca se lo dije. Cogí uno de los ejemplares y acaricié con suavidad la tapa de terciopelo. Aún tenía ese agradable olor a libro nuevo. Entonces me percaté de que uno de los volúmenes estaba mal colocado. Lo saqué. No era suyo. Era un ejemplar muy bien conservado, de tamaño medio y con una encuadernación sencilla. En su lomo tenía inscrito en letras doradas: “Rutas del Himalaya”. Sería una guía de viaje de esas que tanto gustaban a papá. Lo cogí y lo metí en la maleta. Dí un último vistazo al despacho y cerré la puerta. Volví a montar el pomo de la puerta tal y como estaba y coloqué mi la maleta en la puerta. Misión cumplida. Me fui a la cocina a prepararme un café antes de que la policía llegase. El día había sido tremendamente agotador.

1 comentario:

Antonio D.V. dijo...

¿Se puede utilizar la palabra "enganchar"?... pues eso es lo que estoy de tu blog!
Para nada podía imaginar un comienzo así, me ha gustado mucho, muchísimo diría yo. La historia, el formato, todo el blog en general esta cuidado al detalle. Se que cada capitulo va a ser genial... lastima que tengamos que esperar... yo lo leería hoy todo!!!
Poco mas tengo que decir que no sean halagos, felicidades y espero impaciente el capitulo 2.