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sábado, 15 de enero de 2011

Capítulo 2: Rutas del Himalaya



Pasó una semana antes de que decidiera ponerme a leer los documentos de mi padre. Por aquel entonces, a mis 25 años, trabajaba a media jornada en un periódico local. Pero sin el apoyo económico de mis padres, me vi obligada a quedarme muchas tardes en la redacción a hacer horas extras.


A pesar de todo, no conseguía quitarme de la cabeza el mar de dudas que rondaba por mi mente. Mi familia dio por muerta a mi madre, y casi todos sus amigos parecían haberla enterrado junto a mi padre. Pero yo me negaba a creer aquello. Mamá estaba viva, lo sabía. Estaba convencida de ello. Seguro que un día aparecería, riéndose de todos nosotros y con un puñado de fotos sobre su aventura. Y me dolía mucho la actitud que tomaba todo el mundo. Mi tía, la hermana de mi padre, me llamaba todos los días. Pero yo dejé de cogerle el teléfono. Siempre terminábamos discutiendo. Ella estaba empeñada en que diese por zanjado todo el asunto de mis padres. Eres joven, me decía, tienes que vivir tu vida. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo iba a seguir con mi vida sin saber qué había pasado realmente? Y sobretodo, ¿cómo iba a dar por muerta a mi madre si no tenía ni una sola prueba de que no estaba viva?


Llegó el fin de semana y me puse manos a la obra con las cosas de papá. En realidad, no sabía muy bien que buscaba. Tras mirar por encima los primeros documentos, me pareció una locura haber sacado todas esas cosas de la casa de mi padre en lugar de dárselas a la policía. No había nada interesante y tardía semanas en leerlo todo. ¿Aquello iba a servir de algo? La mayoría de los papeles pertenecían a la investigación que estaba haciendo mi padre antes de su muerte. No me había hablado mucho sobre ella ,y la verdad es que no encontraba una conexión entre la mayoría de documentos. Algunos hablaban de cosas ocurridas hace muchos años, otros eran noticias de sucesos que habían ocurrido hace poco. Pero nada extraordinario. Entre los papeles también había un tratado sobre simbología de la Edad Media. ¿Que tenían en común todas esas cosas? Mi padre estaba perdiendo el juicio. Tras más de dos horas leyendo aquello, llegué a la conclusión de que la investigación trataba sobre algo relacionado con las mitologías y las leyendas de las culturas antiguas. Pero no hallaba la conexión entre ese tema y las noticias de hechos recientes. Eran noticias internacionales: la guerra de Irak, Afganistán, Venezuela, Rusia, el Congo...


Cuando me aburrí de todo aquello, decidí ver la información del ordenador de mi padre. Quizás allí habría algo sobre el tema de la investigación de papá, o un borrador de la investigación. Pero, para mi sorpresa, la mayoría de documentos estaban encriptados. Tendría que llevárselos a mi amigo Daniel, que era informático.


Y, cuando me iba dar por vencida, pensé en el libro. Aquel libro que cogí de la biblioteca de papá por capricho. ¿Dónde lo había dejado? Creo que no lo llegué a sacar de maleta. Rebuscando entre los papeles lo encontré por fin, al fondo, con su brillante lomo amarillo. “Rutas del Himalaya”. Casi se me había olvidado. Lo abrí. El nombre del autor no aparecía por ninguna parte. Tampoco el año de edición ni el nombre de la editorial ni del impresor. Quizás era un libro que aún no estaba publicado. ¿De quién sería? Lo encontré en el apartado de los libros de mi padre, pero estaba convencida de que mi padre nunca había escrito ninguna guía de viajes.


En la introducción, decía que se trataba de un libro que describía la ruta de un viaje hacia los confines del Himalaya. Un viaje que, según el autor, era indescriptible, y que el viajero debía conocer con sus propios ojos. Guiada por la curiosidad, dejé de leer la introducción y pasé al primer capítulo. Para mi asombro, el punto de partido de aquella ruta no estaba en el Himalaya, sino en una ciudad a muchos kilómetros de distancia. Una ciudad española: Sevilla.


Sevilla era la ciudad natal de mi padre. De chica viajé un par de veces allí para visitar a mis abuelos. Pero desde que éstos se murieron, no había vuelto al sur. Mi padre se marchó de Sevilla cuando era joven en busca de trabajo. Al final acabó en Madrid trabajando en un centro arqueológico. Allí conoció a mi madre y, aquella ciudad que se antojaba como un lugar de tránsito en su vida, se tornó en su residencia hasta el día de su muerte. La hermana de mi padre también se mudó allí tras la muerte de sus padres, porque decía que se sentía sola. Pero mi padre siempre añoró Sevilla. No le gustaba hablar de ello cuando mi madre estaba delante, porque ella se entristecía y él no quería que se sintiera culpable. Pero a mi siempre me contaba historias de Sevilla y su niñez. Y yo, aunque sólo había estado en Sevilla en un par de ocasiones y hacía muchos años, me sabía el nombre de sus calles de memoria: Sierpes, Tetuán, Feria, Baños, San Fernando...


Decidido. El próximo fin de semana me iría a Sevilla. Con el Ave llegaría en cuestión de horas, y tenías ganas de ver los lugares de la infancia de mi padre. De todas formas, me merecía unos días de descanso. Tenía ganas de escapar unos días de Madrid y de la presión de mis amigos que continuamente me llamaban para salir. Quizás allí encontraría tiempo para pensar y reflexionar sobre todos los cambios que estaban pasando en mi vida. Dejé el libro sobre el sofá y fui directa al ordenador a reservar un hotel.

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